viernes, 8 de julio de 2011

Bel: Amor más allá de la muerte

Bel: Amor más allá de la muerte
Este libro me lo recomendó una amiga y bueno su elección no fue nada mala, me encanto.
Un gran libro, es todo lo contrario  a lo que piensas que va a pasar , vamos que a mí me impresionó  cuando lo descubrí. Con lo cual te deja enganchado  porque no sabes que es lo que va a ocurrir a continuación. Además tiene banda sonora  y todo, eh!  y te nombra muchos títulos de canciones. Un gran libro.   Os lo recomiendo.
Además la autora escribe muchos libros sobre terror ,misterio e intriga, así que si os va de este tipo de libros lo tenéis que leer.

SINOPSIS        
Bel ya no reconoce aquello que formaba su mundo.                                         
Todos sus seres queridos parecen haberse convertido en extraños.           
No tiene ni idea de qué está pasando, pero está dispuesta a averiguarlo;  
aunque tenga que soportar las consecuencias de saberlo todo.                     
De otra manera, podría perder a Isma, el amor de su vida, para siempre. 
                    En su cabeza suena un estribillo: I’ll be ok.
Lee el primer capítulo para ver si os engancha;
2 DE FEBRERO, LUNES 11
 La presencia de Bel no perturba el silencio del hospital.  Aunque nada más atravesar la puerta principal, ella siente el dolor de la gente que sufre en este lugar. Echa un vistazo a su alrededor para situarse. Lee un panel indicador. Observa la cabina del fondo, que tiene los cristales cerrados. En su interior,una enfermera mira la televisión de espaldas a ella. No puede verla. Luego, con paso seguro, Bel recorre el pasillo hasta los ascensores. Las puertas están abiertas. Entra y pulsa el cinco. 
A estas horas de la madrugada, los pasillos están desiertos. Los de la quinta planta se hallan en penumbra, y eso le resulta agradable, porque ha notado que la luz muy brillante le hiere los ojos. No sabría decir qué la guía exactamente. Podríamos llamarlo presentimiento. Bel sabe adónde va, y también que al final del pasillo encontrará a la persona que más quiere en el mundo. Sabe que esa persona, además, está sufriendo. Lo sabe porque puede sentir ese dolor. Cree, además, que es eso lo que la ha guiado hasta aquí. No puede soportar que sufra.
En total, han sido ciento dos pasos. Ahora ha adquirido esa costumbre, la de contar sus pasos sobre la tierra, como si eso  fuera importante. Tuerce a la derecha, deja a la izquierda el puesto de la enfermera –donde no hay nadie– y se adentra en una zona restringida. Otra vez a la derecha, escoge una habitación, se detiene en el umbral.Observa.
«Dios mío, qué pálido está».
 De pronto, siente unas ganas horribles de llorar.
 Un nudo le oprime la garganta. No todo es tristeza. También está el amor, que de pronto la ahoga.
«Por fin estoy contigo. Nunca más me separaré de ti».
Avanza hacia la cama y mira fijamente a Ismael. Sus ojos cerrados, sus manos dormidas a ambos lados del lecho, el tubo de plástico que sobresale de sus labios, el latido de su corazón dibujado en la pantalla de una máquina... A simple vista, solo es un paciente luchando entre la vida y la muerte. Aunque para ella es mucho, muchísimo más que eso.
–Hola, Isma, ya estoy aquí. No ha sido fácil llegar. Si supieras de dónde vengo...
Intenta sonreír, pero no le sale muy bien.
Se sienta junto a Isma. Le agarra la mano y lentamente deja caer su cabeza sobre ella, le acaricia despacio con la mejilla, roza con sus labios los dedos de él. Susurra una promesa, con los ojos inundados de lágrimas:
–Averiguaré qué ocurrió, te lo prometo. Y vendré a verte todos
los días hasta que te pongas bien.
Se queda ahí, muy quieta, sentada junto a la cama, durante horas. A ratos, cierra los ojos. Cuando los abre de nuevo, mira otra vez la cara de Ismael, y vuelven la rabia y el dolor, el amor y el desconcierto. Acuden a su mente escenas del pasado que han compartido, aunque desconoce la procedencia de la mayoría. Las palabras en inglés que martillean en su cabeza, por ejemplo: I’ll be Okey. Estaré bien. Sabe que son importantes, pero no es capaz de recordar por qué razón. Entonces desea con todas sus fuerzas que Isma se recupere, que abra los ojos, que pueda apartarse de esas máquinas que le ayudan a seguir respirando. Que viva.
–Estoy segura de que te vas a recuperar. ¡Ni se te ocurra pensar otra cosa!
Por un momento, parece que le regaña. Aparta un poco el pelo de la frente del chico, descubre la herida oscura, cerrada, de su cabeza. El hematoma, los puntos. Repara en la escayola de su brazo derecho, y en las que se adivinan bajo las sábanas, en sus dos piernas.
–Pobrecito, ¿cómo te has hecho tanto daño? –pregunta, sin esperar respuesta.
Del pasillo llega el tictac de un reloj. Bel no tiene ni idea de qué hora es. Aún es noche cerrada. Besa los dedos de la mano izquierda de Isma uno por uno.
La sobresalta un sonido de pasos. Alguien camina a toda prisa por el pasillo. Sabe lo que eso significa: el inicio de una nueva jornada en el hospital, la llegada de las primeras enfermeras del turno de mañana, el fin de la calma nocturna.Mira por la ventana y se da cuenta de que está amaneciendo.
«Será mejor que me vaya».
No le importa el tubo que sobresale de los labios de Isma. Tampoco que él ni siquiera haya reparado en su presencia. Siente que venir hasta aquí ha tenido sentido, que un solo beso justifica cualquier distancia. En ese momento, Bel recuerda el cuento de La Bella Durmiente y piensa que sería genial que ocurriera lo mismo, que su beso de amor rompiera el hechizo de la muerte. Pero no es así. No ocurre nada. Isma sigue dormido y ella tiene que irse. Aunque le duela, aunque lo último que desee en el mundo sea separarse de él.
«Volveré la próxima madrugada. Y todas las demás hasta que despiertes».
Cree que de algún modo Isma se da cuenta de que ella ha venido desde muy lejos para verle. Que tal vez puede presentirla, imaginarla, adivinarla...
Deposita un largo beso sobre los labios resecos y entreabiertos del paciente.
«Hasta mañana, amor mío».
Y sale sin hacer ningún ruido y sin que nadie repare en su presencia.
****
Últimamente, le resulta más fácil caminar que pensar. Por eso prefiere recorrer andando las calles vacías en lugar de buscar qué autobús cubre la distancia hasta su casa. La claridad de primera hora ha pintado la ciudad de gris. Hay luz en algunas panaderías, donde se adivina una actividad frenética. Un camión de la limpieza hace ruidosamente su trabajo. Apenas hay coches. Las aceras son un descampado. 
Bel mira la hora en el escaparate de una relojería. Son las siete menos veinte. Su madre no se habrá levantado aún y su padre estará a punto de salir del trabajo.
Últimamente, le resulta más fácil caminar que pensar. Por
eso prefiere recorrer andando las calles vacías en lugar de
buscar qué autobús cubre la distancia hasta su casa. La
claridad de primera hora ha pintado la ciudad de gris. Hay
luz en algunas panaderías, donde se adivina una actividad
frenética. Un camión de la limpieza hace ruidosamente su
trabajo. Apenas hay coches. Las aceras son un descampado.
Bel mira la hora en el escaparate de una relojería. Son las
siete menos veinte. Su madre no se habrá levantado aún y su
padre estará a punto de salir del trabajo.
Perfecto, porque no tiene ganas de hablar con nadie de lo
que ha pasado. Tiene la cabeza hecha un lío.
Por suerte, esta vez no olvidó sus llaves. No enciende la luz
del recibidor y cierra la puerta procurando no hacer ningún
ruido. Se queda quieta unos segundos, escuchando. Todo
está en silencio. El despertador de su madre no debe de haber sonado todavía. Camina de puntillas por el pasillo, hasta
su cuarto.
Pasa por delante de Trasto, su perro mastín, que está durmiendo en su rincón habitual. Sin abrir los ojos, el perro la olfatea y deja escapar un largo gruñido.
«Debe de estar soñando», piensa Bel mientras entra en su habitación y cierra la puerta.
Una vez dentro de su cuarto, se siente a salvo, igual que el
náufrago que de pronto llega a tierra firme. Aunque luego mira
a su alrededor y presiente algo raro. Como si la habitación no
estuviera igual que siempre. Como si algún detalle muy importante hubiera cambiado.
Se siente igual que cuando era pequeña y regresaba de vacaciones. Después de siete, a veces ocho semanas de ausencia, sus cosas no le parecían las mismas. Las miraba con extrañeza, como si ya no fueran suyas. Las encontraba más
bonitas que antes de marcharse.
Ahora le ocurre exactamente lo mismo. Observa sus viejos
pósteres colgados en las paredes, sus fotos, su ordenador
cubierto con esta funda azul horrible que le hizo su madre,
su elefante de peluche de cuando era pequeña, sus docenas de libros amontonados en las estanterías y todo lo
demás. Es como estar contemplando la habitación de otra
persona.


De pronto repara en lo que ocurre. ¡El orden! Todo está perfectamente ordenado. No hay ropa sucia amontonada de
cualquier manera sobre la silla, ni libros ni tebeos tirados por
todas partes. Las puertas del armario y todos los cajones
están cerrados. Las cortinas están corridas. La papelera no
rebosa de papeles arrugados. No hay vasos sucios o latas
vacías sobre el escritorio. La cama está hecha.
No recuerda haber visto jamás su habitación tan ordenada.
Siente una especie de escalofrío al tumbarse sobre su colcha
rosa de Kitty y recostar la cabeza sobre su almohada. Mira
hacia el techo, allí donde el sol proyecta dibujos geométricos a través de la persiana bajada. Vuelve la cabeza para observar las fotos colgadas en el corcho. La primera, su favorita, es aquella que se tomó con Isma en El Piojo Mareado, su
bar de siempre, cuando apenas llevaban veinticuatro horas saliendo. Detrás de ellos se veía el billar donde acababan de
echar una partida. La foto la hizo Amanda, claro, que como
siempre había salido con ellos: las dos amigas inseparables y
él, un trío para todas las ocasiones. En la segunda foto estaban solo las dos chicas.
Amanda y ella eran amigas desde el primer día de quinto.
Bel lo recuerda muy bien: le sentaron en la mesa de al lado
a una chica nueva que no pronunciaba palabra. Sin necesidad de hablar, ambas sabían que tenían mucho en común:
usaban la misma marca de deportivas, olían a la misma colonia y hasta llevaban la misma canción de Pink Floyd como  
sintonía en el móvil:
We don’t need no education
We don’t need no thought control...

Esta fue la coincidencia más increíble, porque no era precisamente una canción de moda, ni una novedad discográfica.
A los dos días ya eran íntimas. Y ahora, cinco años después, la
consideraba la única amiga que había tenido nunca, además
de la persona que mejor la conocía del mundo. Alguien a quien
contarle absolutamente todo, esas cosas que nunca te atreverías a contarle a tu madre. Y mucho menos a tu padre, claro.
En la foto se las veía mejilla contra mejilla, muy sonrientes.
Amanda, tan delgada como de costumbre, con su melena lacia y rubia que le llegaba hasta la cintura, sus preciosos ojos
de color gris claro y aquella sonrisa encantadora a la que nadie –ni siquiera los profesores– podía resistirse. Bel estaba a
su lado: melena igualmente larga, pero ondulada y más morena, un poco más llenita, un poco menos sonriente. Por lo
demás, habrían podido pasar por mellizas: las mismas gafas
de sol, las mismas pulseras en ambas muñecas, hasta la
misma camiseta: una de color rosa muy ajustada con la inscripción «I’m crazy, lazy and sexy», que dejaba sus ombligos
al aire. El de Amanda lucía un piercing. El de Bel no, porque
sus padres no le dieron permiso, por mucho que insistió tratando de convencerlos. Se enfadó tanto que se prometió a sí
misma celebrar su decimoctavo cumpleaños en la tienda de
piercings y tatuajes.
Bel observa esa foto que ha visto tantas veces y sonríe recordando el día en que se la tomaron. Era el último de las vacaciones. Habían ido juntas a la playa, y Amanda se empeñó
en tomar algo en el chiringuito que atendía un mulato musculado y guapísimo.
–A ver quién le pone más nervioso, tú o yo –retó Amanda, antes de añadir–: Es nuestra última oportunidad de ligar y hay
que aprovecharla. Cuando empiece el curso, ya no tendremos otra hasta las vacaciones de Navidad.
La foto fue la excusa. Amanda le pidió al mulato guapo y musculoso que se la tomara. Él, por supuesto, accedió, muy amable. Luego, Amanda le pidió un gin-tonic. Él la miró con desconfianza, achinando los ojos:
–¿Podéis enseñarme vuestros carnés? –preguntó.
Amanda se dejó caer sobre la barra con los brazos cruzados.
En esa posición, sus pechos parecían dos globos a punto de
reventar.
–¿Y no puedes hacer una excepción, por una vez? –su tono
de voz rebosaba sensualidad.
El mulato no sabía adónde mirar. Carraspeó, abrió la nevera,
la cerró, cogió un vaso, lo volvió a dejar, abrió el grifo, carraspeó de nuevo. Finalmente se puso muy serio y le dijo a
Amanda, haciendo esfuerzos por mirarla solo a los ojos:
–No. No puedo.
Amanda terminó pidiendo un batido de cacao.
–¿Podría ser muy, muy pero-muy frío? –preguntó poniendo
morritos.
Como solía ocurrir siempre, su amiga se salió con la suya. Miraba al mulato con ojos pícaros mientras le susurraba a Bel:
–Como no espabiles, te voy a ganar siempre.
Bel rió antes de decir:
–O puede que yo te deje ganar, Amy. ¿Lo habías pensado?
Bel era la única que la llamaba Amy, una especie de nombre
cariñoso que ella misma se había inventado.
No le importaba dejar que Amanda ganara sus propias apuestas. Bel se lo pasaba tan bien mirándola que no le merecía la
pena participar. Además, no solían gustarle los tíos que ella
encontraba interesantes. Aquel mulato de la playa, sin ir más
lejos, no le parecía nada del otro mundo. Un musculitos adicto
a los gimnasios.
En aquella época, Isma apenas había hecho aparición en sus
vidas. Era un compañero de clase en vías de desarrollo, alguien a tener en cuenta en un futuro, nada más. Durante los
últimos cursos de primaria, y a veces hasta bien arrancada la
secundaria, eso es lo que son los chicos para sus compañeras de clase: una opción a largo plazo.
A Bel le parece ahora que de la foto hace mil años. Cierra los
ojos y trata de saber por qué tiene esta impresión, qué es lo
que ha cambiado. Comienza a sentir cansancio. Duda un momento si conectar el ordenador, pero decide que lo mejor será
dormir un rato. Observa el radio-reloj digital. Marca las siete
y treinta y seis. Ya debería haber oído el despertador de su
madre. Sin embargo, no ha sonado.
«Qué raro. Ella nunca se levanta más tarde de las siete y
cuarto».
Está pensando en ir a ver lo que sucede cuando escucha que
se abre la puerta. Es su padre, que regresa de su turno de noche. Reconoce al instante el sonido de sus pies y la sucesión
de movimientos que siempre siguen a su llegada a casa: el
tintineo de las llaves, el sonido del cajón al abrirse y cerrarse,
el interruptor, ese suspiro tan característico suyo y, luego, la
puerta del cuarto de baño.
Bel sale del dormitorio y ve la rendija de luz bajo la puerta
tras la que su padre acaba de encerrarse. No quiere que le
pregunte nada, no tiene ganas de dar explicaciones, pero por
alguna razón se alegra de oírle, de saber que ha llegado a
casa. Mira hacia el recibidor y ve la chaqueta de uniforme
colgada del perchero. No entiende cómo su padre puede,
después de tantos años, seguir trabajando en ese horario.
Lleva en el turno de noche de la Unidad de Seguridad Ciudadana desde que ingresó en el cuerpo de policía. Nunca le
ha oído quejarse y nunca ha deseado cambiar, como la mayoría de sus compañeros. Y ella apenas ha regresado de su
primera correría nocturna y ya se siente agotada, sin fuerzas
para nada.
Bel escucha correr el agua de la ducha.
«Siempre el mismo ritual», piensa, y sonríe. «Ahora entrará en
la cocina, pondrá la tele y se preparará uno de esos desayunos suyos a base de lentejas estofadas, huevos fritos, pan,
vino y postre. Un desayuno propio de un tiranosaurio. Luego,
a hacer la digestión durmiendo hasta la hora de comer, como
todos los días».
Cuando su padre sale de la ducha, ella ya se ha cansado de
espiarle. Como había previsto, el hombre entra en la cocina y
enciende el televisor. Luego llega el sonido de la puerta de la
nevera al cerrarse y el de una de las sillas al arrastrarse sobre
el suelo de la cocina. No oye, en cambio, que se haya puesto
en marcha el microondas, ni que haya ninguna sartén crepitando en el fuego, llena a rebosar. Todo lo contrario: al cabo
de un momento, su padre baja el volumen del televisor y la
casa queda sumergida en un silencio inusual a esas horas.
«¿Qué les pasa a estos? ¿Se habrán peleado?», piensa,
preocupada por el extraño comportamiento de sus padres.
Bel se atreve a salir de su habitación. Siente curiosidad por
saber qué ocurre. Desde el pasillo ve a su padre mirando la
tele, embelesado. Tiene algo entre las manos. Una taza vacía.
Cuando lo observa mejor, se da cuenta de que sus ojos no
están fijos en la pantalla, sino en algún punto de las baldosas
del suelo. Le parece que está pálido y tiene ojeras, como si
estuviera enfermo, aunque desde esta distancia no pude estar segura. También le parece que ha adelgazado.
Por suerte, no la ha visto. Da media vuelta por el pasillo y se
dirige al dormitorio de sus padres. Al pasar frente a Trasto,
este vuelve a gruñir, olfateando el aire con las orejas muy derechas. Se ha despertado de golpe.
–¿Qué te pasa, bonito? ¿Estás enfadado conmigo? –pregunta
Bel, agachándose para acariciarle la cabeza.
Pero antes de que pueda tocarlo, el perro se levanta y se va
hacia la cocina.
«¿Qué le pasa a todo el mundo en esta casa?», se inquieta
Bel, observando al esquivo animal.
Lo más raro es que su madre sigue en la cama. Son casi las
ocho, y está dormida como un tronco. Y más extraño aún es
que el despertador parece desconectado.
«Igual hoy tiene el día libre. ¿Será fiesta? No, si hoy es... La
verdad es que puede que haya perdido la cuenta de los días.
O tal vez le deben días de las vacaciones. Siempre está diciendo que se tomará todos los días que le deben, pero luego
nunca lo hace. Igual por fin se ha decidido a cumplir su palabra. Ya sería hora...».
Bel se sienta junto a su madre, en el borde de la cama. Le
gusta verla dormir. Le transmite una extraña tranquilidad. Bajo
el edredón, también le parece que está más delgada. Está pá-
lida y tiene las facciones más marcadas que nunca.
«Puede que esté resfriada. Igual por eso no ha ido a trabajar».
Está boca arriba. Ronca un poco. Bel sonríe: si su madre supiera que ronca, se disgustaría muchísimo. No soporta que
su padre le diga que a veces hace ruiditos mientras duerme.

Está tentada de acariciarle el brazo, de despertarla sin sobresaltos, como cuando era pequeña y le daba besos en
las mejillas para que se levantara a prepararle el desayuno.
Susurra:
–Mamá.
Su madre no la oye. Continúa durmiendo. Parece muy tranquila. Eso le hace cambiar de parecer.
«Lo mejor será dejarla dormir. Seguro que está cansada».
Su madre sonríe sin despertarse.
«Debe de estar soñando algo bonito».
Cuando se levanta se da cuenta del barullo de objetos que
hay sobre el tocador, y también desperdigados por el suelo,
debajo del mueble. Es un desorden desconocido en ese lugar.
Su madre es la mujer más ordenada del mundo.
Bel se acerca a mirar las cosas que están esparcidas por el
suelo. Parece el contenido de un bolso: llaves, una agenda
pequeña, un paquete de pañuelos de papel, un bolígrafo, una
cajita de caramelos, un teléfono móvil metido en su funda, algunos recibos de pagos hechos con la tarjeta de crédito, facturas... Por un momento, duda que todo aquello pertenezca
a su madre. El bolso cuelga, vacío y boca abajo, de la banqueta del tocador. Es como si se hubiera caído y nadie se hubiera entretenido en recogerlo.
«Este desastre no puede ser de mi madre», se dice ella.
Bel deja los recibos a un lado y devuelve las cosas a su lugar.
De pronto, sus manos tropiezan con algo que llama su atención. Una cartulina blanca encabezada por una cruz. Es una
esquela.
«¿Se habrá muerto alguien conocido?», se pregunta Bel.
Hay poca luz en la habitación (la persiana está bajada casi del
todo) y tiene que pegar la nariz a la cartulina para poder leerla.
Cuando lo consigue, se queda sin palabras.
«Dios mío».
En su frente aparece una arruga muy profunda. Se muerde el
labio inferior. No sabe qué pensar. La lee de nuevo.
«No puede ser».
Una tercera vez, hasta convencerse de lo que cree imposible.
De lo que no debería ser pero es.

BELINDA ANGLAS MAGEM
Ha fallecido el día 22 de diciembre de 2008, a la edad de dieciséis años.
Sus afligidos padres, familiares y amigos
ruegan que la tengáis presente en vuestras oraciones.

«Dios mío. Soy yo. Es mi nombre».
El papel se escapa de sus dedos. De pronto siente un frío imposible de definir.
«Estoy muerta», piensa.
Y la sola palabra la asusta. Muerta. Es demasiado terrible. Demasiado definitiva. Demasiado ajena para estar refiriéndose a
ella. A los dieciséis, la muerte queda lejos, muy lejos. Nadie a
esa edad espera encontrarla al volver una esquina.
De pronto, Bel experimenta algo raro. Es el frío que acompaña
al terror. A las verdades que no tienen remedio. A lo que, por
mucho que se piense, no se puede comprender. Sin embargo,
no hay tanto que comprender. La muerte es fácil, aunque
cueste. Ayer vivías, tenías un sinfín de posibilidades a tu alcance. Hoy, has desaparecido. El mundo seguirá sin ti. Estás
fuera del juego. Game over. Y ya está.
«Joder. No puede ser, no puede ser, no puede ser».
Sin embargo, tiene ante sus ojos la evidencia. Está muerta.
No sabe por qué, qué ha ocurrido, cuándo. No recuerda nada.
La verdad a veces es cruel e indigesta. Y viene cargada de
preguntas, claro. ¿Dónde hay verdad libre de interrogantes?
Sin embargo, hay algo más. Su madre. Su casa. Ismael. Sus
sentimientos. Está muerta, pero tiene terror y dudas y emociones.
«¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué he vuelto?».
Exactamente eso es lo que tiene que averiguar. Y no va a
ser fácil.
Bel se encierra en su dormitorio. Se tumba en la cama. Mira
al techo con los ojos secos de lágrimas. No entiende nada.
Necesita pensar. No se atreve a salir. Su cuarto es su refugio.
Escucha los ruidos de la casa. La televisión de la cocina. La
puerta del cuarto de baño. La cisterna del retrete. Los pasos
de su madre que recorren el pasillo. Sus palabras al ver a su
padre, con su voz de pronto apagada y triste, que dice:
–He soñado que Bel estaba aquí, sentada en el borde de la
cama, y que me miraba dormir. Casi me ha parecido que podía tocarla.



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